A 57 años de la noche en que Nicolino Locche conquistó el mundo en Tokio
La consagración del “Intocable” ante Takeshi Fuji, el 12 de diciembre de 1968, sigue siendo una de las mayores obras maestras del boxeo argentino.
El 12 de diciembre de 1968, en el estadio Kuramae Sumo de Tokio, Nicolino Locche dejó de ser “solo” el ídolo del Luna Park para convertirse en campeón mundial de los superligeros y, sobre todo, en una leyenda del boxeo. Esa noche, frente al japonés-hawaiano Paul “Takeshi” Fuji, el mendocino dio su mejor función: una mezcla de arte, picardía y precisión que aún hoy se recuerda como una de las grandes noches del deporte argentino.
El mendocino que desafiaba al mundo
Para llegar hasta Japón, Locche ya había construido un camino larguísimo. Con más de cien peleas profesionales, era la gran figura de las noches de sábado en el Luna Park. Su estilo heterodoxo -esquivar casi todo, recibir casi nada y pelear muchas veces apoyado en las cuerdas- le había ganado el apodo de “El Intocable”.
En los años previos había dejado en el camino a figuras de peso: Carlos Ortiz, Langston Morgan, Joe Brown, Sandro Lopopolo, Ismael Laguna, entre otros. Sin embargo, en una época en la que solo había un campeón del mundo por categoría y una larga fila de retadores, la oportunidad parecía siempre un poco más lejos.
El promotor Tito Lectoure tuvo que insistir ante la Asociación Mundial de Boxeo para que se aceptara a Locche como retador. Muchos dudaban de su estilo: pensaban que aquello que hacía en el Luna Park -esquivar golpes a centímetros, hacer errar a los rivales hasta el ridículo- no sería “tolerado” fuera de la Argentina. Al final, la propuesta llegó desde Japón: pelear contra el campeón Takeshi Fuji, dueño del título y de una fama de noquear sin contemplaciones.
Un campeón temible frente al “Intocable”
Fuji llegaba como una máquina de demolición. Nacido en Hawái, de raíces japonesas, había construido su nombre a base de agresividad y nocauts. Había conseguido el título un año antes, al destrozar al italiano Sandro Lopopolo, y se lo describía como un verdadero “kamikaze” del ring: atacaba hasta quedar exhausto y acostumbraba a llevarse por delante a casi todos sus rivales.
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Del otro lado estaba Locche, con un estilo donde lo fundamental no era pegar primero, sino hacer fallar al otro. Incluso él mismo sabía que, en Tokio, eso no iba a alcanzar. Si quería salir campeón en Japón, tenía que demostrar que también podía castigar.
En su rincón lo acompañaban nombres que luego quedarían ligados para siempre a esa noche: su maestro Don Paco Bermúdez, el propio Tito Lectoure, el “sparring” Juan “Mendoza” Aguilar, y, desde el lado de la transmisión, la voz de Cacho Fontana, que inmortalizaría esa velada para el público argentino.
Una previa insólita: siesta, calma y confianza
Mientras en el ambiente se respiraban nervios, Nicolino se movía como si fuera una noche más. Almorzó liviano, compartió chistes, escuchó historias de Fontana y, cuando el resto masticaba tensión, él eligió algo muy argentino: dormir la siesta.
En los recuerdos del propio Locche, aquella tarde fue de una tranquilidad absoluta. Sentía que el trabajo ya estaba hecho en los 25 días de entrenamiento en Japón, que no tenía nada más que hacer que subir al ring y ratificar lo que llevaba adentro: que ya se sentía campeón.
Cuenta que hasta en el vestuario, mientras lo masajeaban, se volvió a quedar medio dormido. Lo tuvieron que despertar para ir al ring. Los nerviosos eran los demás: Bermúdez, Aguilar, Lectoure, los periodistas. Él, no.
El comienzo: estudio, esquives y un japonés desconcertado
El plan de Don Paco era claro: primeros asaltos de estudio, mucho anticipo de izquierda, no darle jamás un blanco fijo a Fuji. Había que frustrar al campeón, sacarlo de eje y, a partir de ahí, construir la pelea.
Desde el inicio, algo quedó en evidencia: Fuji no encontraba a Locche. Los primeros golpes pasaron a centímetros. El japonés tiraba, pero la mayoría de sus manos se perdían en el aire, sin destino. El “Intocable” hacía lo que mejor sabía: caminar corto, inclinar el torso, esconder la cabeza, recostarse en las cuerdas y salir de la zona de fuego con pequeños pasos.
Embed - Nicolino Locche gana el titulo mundial Welter Juniors en Japon 1968
Los rounds de estudio se fueron y, poco a poco, el mendocino comenzó a tomar el control. En el rincón, Bermúdez fue simple y contundente: “Siempre primero con la izquierda”.
La noche en que el defensor se volvió atacante
A partir del cuarto y quinto asalto, el libreto cambió. Nicolino ya no solo esquivaba: empezó a anticipar con el jab de izquierda una y otra vez, a castigar en la corta distancia y a sumar el uppercut de derecha.
Fuji, acostumbrado a ser el que presionaba, de a poco fue quedando atrapado en una coreografía que no entendía. Cada vez que intentaba atacar, se encontraba con el vacío y con el contraataque. Sus pómulos empezaron a inflamarse, sus ojos a cerrarse. La pelea se convertía en algo incómodo para el público japonés: el campeón quedaba desarmado frente a un boxeador que parecía verlo todo antes.
Hubo un momento de peligro en el séptimo asalto: una izquierda en gancho de Fuji impactó en el oído de Locche y lo aturdió. El mendocino, según contó después, pensó que todo podía complicarse. Sin embargo, el campeón no supo leer que lo había lastimado. No lo remató. Para cuando sonó la campana, el argentino ya estaba otra vez repuesto.
El final: un campeón que no sale al décimo asalto
El noveno round fue, en muchos relatos, la síntesis del dominio total de Locche. Esquivó, entró, salió, pegó arriba y abajo, se movió siempre en puntas de pie. Fuji, agotado y golpeado, ya no era el “kamikaze” de las crónicas previas: era un hombre desbordado, sin herramientas para descifrar a ese rival al que no podía alcanzar.
Al regresar al rincón, Nicolino intuyó que algo había cambiado para siempre. Le dijo a Bermúdez que Fuji no iba a salir al décimo asalto. Don Paco, fiel a su estilo, le pidió que no hiciera chistes y se concentrara en seguir peleando.
Pero el mendocino tenía razón.
Cuando sonó la campana para iniciar el décimo, el campeón se quedó sentado. Sin aire, casi sin visión, con el rostro desfigurado por los golpes, negó con la cabeza. No podía continuar. El árbitro confirmó lo que el mundo entero estaba viendo: Fuji abandonaba, y el título mundial quedaba en manos de Nicolino Locche.
Mientras parte del público japonés reaccionaba con bronca y lanzaba cojines y paraguas, en el rincón argentino todo era abrazo, lágrimas y banderas al aire. Locche era levantado en andas, la imagen que después recorrería diarios y revistas. En Japón, muchos lo despidieron al grito de “sensei”: maestro.
De Tokio a la Argentina: el peso de una hazaña
Recién con el regreso al país, Locche tomó dimensión de lo que había pasado. En Mendoza, en Buenos Aires y en todo el país, la consagración fue celebrada como algo más que un título mundial. Era la coronación de un estilo, de una manera de boxear y de entender el ring.
Aunque su título mundial duró solo entre 1968 y 1972, la influencia de Nicolino en el boxeo argentino se proyectó mucho más allá de esos años. Su propuesta en el ring -basada en leer al rival, desarmarlo y convertir cada cruce en una especie de diálogo corporal- lo transformó en un fenómeno único. No importaba si algunos especialistas discutían la “pureza” de su técnica: las tribunas entendían algo distinto. Para el público, Locche no peleaba, interpretaba. Era capaz de neutralizar un ataque con un simple gesto de cintura, de vaciar un golpe con medio paso atrás y de cambiar el clima de una pelea con una sonrisa. Ese magnetismo, más que el cinturón, es lo que lo consagró como un símbolo perdurable.
Aquella noche en Tokio, la más recordada de su carrera, condensó todo eso en una sola función: la defensa convertida en ataque, el esteta convertido en destructor, el ídolo del Luna Park transformado en campeón del mundo… y en patrimonio de la memoria deportiva argentina.
Una efeméride que sigue viva
A 57 años de aquella velada del 12 de diciembre de 1968, el nombre de Nicolino Locche sigue apareciendo cada vez que se habla de elegancia, inteligencia y talento arriba de un ring. Su triunfo ante Takeshi Fuji en Tokio no fue solo una victoria deportiva: fue una lección de estilo y carácter, una de esas noches en las que un país entero se reconoce en la gambeta, la picardía y el coraje de uno de los suyos.
Cada aniversario vuelve la misma imagen: el mendocino en andas, la bandera argentina desplegada en un estadio japonés y la sensación, todavía vigente, de haber presenciado una de las noches más grandes del boxeo argentino.