El día en que la tierra habló
Pero toda historia tiene su quiebre. Y el de Caucete ocurrió el 23 de noviembre de 1977, a las 6:23 de la mañana, cuando un terremoto de 7,4 grados cambió para siempre la vida de miles de personas.
“Estaba en una habitación con mi hermana más chica y mis padres. Cuando comenzó el remesón yo estaba despierta. Me acuerdo que nos sacaron y nos llevaban alzadas entre tierra y zumbidos. Muchas veces uno se burla de la gente que sale corriendo, grita o llora, pero el que ha vivido el terremoto sabe que es un trauma de por vida. He ido a psicólogos por años y cada vez que tiembla pienso que va a venir otro terremoto donde vas a perder tus cosas más preciadas”, recuerda Betina con voz firme, pero con el peso de la memoria a flor de piel.
Aquella mañana, Caucete se vino abajo en segundos. 65 muertos, 284 heridos y más de 40.000 personas sin hogar. Las calles se agrietaron, las casas de adobe se derrumbaron y una nube de polvo cubrió la ciudad.
“Mi papá había estado unos días antes en una charla sobre qué se tenía que hacer en caso de sismos. Siempre lo vi como un superhéroe, porque hizo todo rápido. Juntó el agua, nos sacó de la casa, fue a ver a mis primos y a mi abuelo que tenía un ACV. Mi papá con una patada bajó la puerta para que pudiera salir. Nos salvó a todos.”
El recuerdo más duro de Betina, sin embargo, llega cuando habla del momento posterior: “Convocaban a la gente a los cementerios para reconocer cuerpos. Ese momento no se borra nunca. Era como una película en blanco y negro. Todo silencio y polvo.”
Tito Zapiain, con su cámara al cuello, registró el desastre. “No lo hizo como fotógrafo, sino como vecino”, explica su hija. Las imágenes que tomó se convirtieron en testimonio de una tragedia que redefinió la historia provincial. “A partir de ahí San Juan cambió las normas de construcción, pero nosotros aprendimos a construirnos de nuevo como comunidad.”
Fe, caballos y camino: la primera Cabalgata a la Difunta Correa
Años después, la familia Zapiain volvería a ser parte de otro momento clave de la historia caucetera: la primera Cabalgata de Fe a la Difunta Correa, en 1990.
Betina, su padre Tito y otros 54 vecinos formaron la Agrupación Gaucha Caucete, los pioneros en aquel recorrido devocional que con el tiempo se transformó en una de las manifestaciones religiosas más grandes de San Juan.
“Queríamos mostrarle al país la fe del pueblo caucetero, cómo desde el sacrificio y la unión se puede transformar una promesa en una tradición”, cuenta Betina. “Esa primera cabalgata fue dura, a puro corazón. Llevábamos agua, banderas, guitarras y fe. Éramos pocos, pero lo hicimos con el alma.”
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Más de 30 años después, las mujeres que participaron de la primer cabalgata.
Hoy, cuando cada año miles de jinetes repiten esa travesía hasta el oratorio de la Difunta Correa, Betina se emociona al recordar a los que ya no están. “Muchos de aquellos 54 pioneros ya no están, pero su espíritu sigue en cada cabalgata. Nosotros fuimos la primera comitiva, y eso marcó un antes y un después en la historia de la fe sanjuanina.”
Esa experiencia, explica, no fue solo religiosa, sino profundamente comunitaria: “El gaucho caucetero siempre fue solidario, trabajador y creyente. Lo que hicimos fue llevar esa esencia a caballo, como símbolo de lo que somos.”
Las vigilias de la familia Zapiain: la patria en una vereda
Caucete también vibra con sus Vigilias Patrias, celebraciones que nacieron en la casa familiar de los Zapiain, en Avenida De los Ríos y calle Juan Jufré, y que se convirtieron con los años en un ícono cultural del departamento.
“Mi papá siempre decía que la patria se defiende con guitarra y bandera”, recuerda Betina entre risas. “Así empezamos, cantando el himno en la vereda y compartiendo empanadas con los vecinos. Hoy ya no entra un alma.”
Estas vigilias autogestivas, que combinan folclore, poesía y comunidad, fueron reconocidas por el Concejo Deliberante de Caucete como de interés cultural y departamental, y la familia recibió un diploma de honor por su aporte a la memoria colectiva.
Desde la Asociación Cultural Sanmartiniana destacaron que “estas vigilias se sostienen gracias al esfuerzo familiar y comunitario, fortaleciendo la cultura desde una perspectiva tradicional y popular”.
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La familia Zapiain encontó esta atractiva manera de adornar su casa por la fecha patria, una gigantografía de la Casa de Tucumán.
Para Betina, cada una de esas noches es una forma de rendir homenaje a su pueblo: “Es un abrazo colectivo. Acá nadie viene a mirar: todos participan. Se canta, se baila, se recuerda. Así mantenemos viva la identidad.”
Una identidad que se transmite
En sus palabras se percibe una filosofía clara: la identidad no se enseña, se contagia. “Si uno busca en el diccionario, dice que es un conjunto de manifestaciones culturales que pasan de generación en generación. Pero más allá de eso, es lo que uno lleva tan adentro que ya tiene la misma esencia de uno.”
Betina enseña, canta, organiza, convoca. Lo hace con naturalidad, como quien respira. “Caucete me enseñó a amar mi lugar. Lo que soy viene de acá. Y mientras haya un caucetero que recuerde, que enseñe, que comparta, nuestra historia va a seguir viva.”
132 años de historia y futuro
Hoy Caucete es un departamento moderno, con infraestructura, escuelas y movimiento económico. Su Fiesta Nacional de la Uva y el Vino sigue siendo emblema productivo, mientras que el oratorio de la Difunta Correa convoca a miles de devotos cada año.
Pero detrás de ese crecimiento hay una historia tejida de manos anónimas, familias como los Zapiain, y generaciones que supieron levantarse después de cada golpe. “Representa a todo mi pueblo emergiendo de las desgracias para convertirlas en fortalezas”, dice Betina, con una sonrisa que resume más de un siglo de historia.
Caucete celebra 132 años de vida con orgullo y memoria. Entre el temblor y la fe, entre el vino y la guitarra, entre el sacrificio y la esperanza. Y en la voz de Betina Zapiain se escucha el eco de una verdad que atraviesa generaciones: “Caucete sigue creciendo, pero lo más importante es que sigue sintiendo. Y cuando un pueblo siente, recuerda, celebra y comparte, no hay terremoto que lo derrumbe.”
Por Gabriel Rotter.