Embed - Una vida rota pero no perdida -Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo
En la secundaria fue a otra escuela, esta vez de gestión estatal. La historia se repitió con más crudeza todavía. No sé quién abandonó primero; si Ezequiel decidió dejar o la escuela le soltó la mano. Fue algo mutuo y sin intentos por buscar soluciones alternativas.
En casa las cosas iban de mal en peor. Él sentía que estaba de más y trataba de quedarse lo menos posible.
La esquina, la pandilla, el consumo de alcohol y drogas, el delito. Un tobogán preanunciado. En un momento también dijo chau a “su” casa.
Expulsado de la Escuela y de la familia, su grupo de pertenencia era tóxico por donde se lo mirara. Se acostumbró a dormir en estaciones de trenes o de ómnibus, comer mal, sentir frío. Se iban vislumbrando como destino “las 3 C”: calle, cárcel, cementerio. La muerte rondaba a su alrededor.
Cuando tenía 20 años se cruzó en la calle con Jeremías, ex compañero de consumo de los primeros tiempos. Recordaba que en una noche de frío Jeremías le había dado su campera como abrigo y ese gesto a Ezequiel le había quedado grabado. Se saludaron con mucho afecto.
A Ezequiel le llamó la atención la sonrisa de Jeremías, que hacía dos años había dejado el consumo de drogas. A la vez retomó los estudios y consiguió unas changas de jardinería. Lo invitó a conocer su “nueva familia” como le llamaba a la comunidad que le había acompañado en su camino. Ese día Eze llegó con la vida rota. Sucio, con la salud frágil, sin expectativas, sin presente ni futuro.
Lo recibió Mariela, trabajadora social y miembro del equipo del Hogar, que enseguida lo presentó a otros cinco jóvenes que estaban dando la misma pelea.
Le ofrecieron quedarse aquel día si quería y le dieron unas pocas pautas de convivencia para esa jornada. Al caer la tarde estaba bañado y con ropa limpia. Compartió la cena con ellos y se fue. “Mañana te esperamos de nuevo, depende de vos.” Le había llamado la atención sobre una pared un cuadro de Jesús Buen Pastor cargando la oveja en sus hombros.
Al concluir su testimonio contó que llevaba seis años en este camino. Me atrajo su relato y al terminar me acerqué a conversar un rato a solas. Me contó que su experiencia era como haber conocido el infierno. Lo marcó mucho su historia familiar de violencia y exclusión.
En la comunidad aprendió el valor del abrazo, la caricia en la cabeza, la mano en el hombro, la sonrisa. Experimentó la ternura de Jesús Buen Pastor que te carga en sus hombros sin reproches.
En un momento del diálogo le pregunté si no se había acercado antes a la fe o a alguna parroquia. Me respondió “yo pensé que Dios a los malos no nos quería”.
Me dolió mucho esa respuesta, expresión clara de una vivencia concreta. Él se dio cuenta de mi cara de desagrado, me tomó la mano y me dijo “pero ahora no tengo dudas de su amor por nosotros; se jugó la vida”.
Muchos jóvenes como Ezequiel y Jeremías salen adelante. Otros cuantos, no. Pero vale la pena el intento que tantas personas realizan con cariño.
Aun después de varios años de aquel encuentro hay imágenes o expresiones que me quedan dando vueltas. Hay gente —demasiada gente— que siente tocar el infierno o estar allí. Un amigo te puede salvar la vida. Ninguna vida está tan rota para que el amor fracase. Dios envió a Jesús para buenos y malos, justos e injustos. Hay que recibir la vida como viene. Vos podés hacer algo por los demás.
En esta semana previa a la Jornada Mundial de los Pobres me vino evocar esta historia.
Como escribe Francisco en su nueva Encíclica, “Su corazón abierto nos precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y proponernos su amistad: «nos amó primero» (1 Jn 4,10). Gracias a Jesús «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído» en ese amor (1 Jn 4,16)” (DN 1).
De lunes a viernes tendremos la Asamblea de los Obispos de la Argentina. Acompañanos con tu oración.