La manipulación se alimenta de tecnología barata y accesible. Bots, trolls y granjas digitales producen contenido falso, inflan narrativas y crean “influencers sintéticos” que difunden mensajes cuidadosamente diseñados. Con la ayuda de videos editados, audios alterados y deepfakes, las campañas de desinformación se vuelven imposibles de auditar, pero de altísimo impacto emocional.
Europa, mientras tanto, enfrenta una crisis migratoria que desafía los valores que moldearon su identidad. En su intento por sostener la libertad de expresión, parece mirar hacia otro lado ante atrocidades como la masacre de 200 cristianos en Nigeria o las más de 20.000 muertes provocadas por el fundamentalismo islámico en la última década.
Vivimos conectados todo el día, bombardeados por mensajes que penetran nuestra mente sin pausa: correos, WhatsApp, Telegram, reels, TikToks. Informarse se convirtió en un ejercicio emocional más que racional. La credibilidad que antes encarnaban los periodistas y los medios tradicionales se diluye ante una tecnología liviana y maniquea, que privilegia la velocidad sobre la verdad.
Regular, moderar y legislar sobre el contenido digital ya no es una opción, sino una necesidad urgente. Mientras tanto, la educación y la responsabilidad individual se vuelven el único refugio posible frente a una guerra de relatos donde la verdad corre peligro de extinción.