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A 45 años de la Noche de los Lápices, el relato de una sobreviviente

En la noche del 16 al 17 de septiembre de 1976, diez estudiantes secundarios de La Plata fueron secuestrados y torturados por la policía bonaerense de Ramón Camps. Seis de ellos continúan desaparecidos.

Esta nota podría empezar así, con grave riesgo de plagio literario: “Muchos años después, sentada frente a un teclado y una pantalla, Emilce Moler recordaría los lejanos días que vivió y sufrió en la larga noche de la dictadura”. Sin embargo sería un comienzo falso, que faltaría a la verdad.

-Yo me acuerdo de todo, la verdad es que nunca me olvidé de nada. Tampoco tuve ni tengo la culpa del sobreviviente. Tuve siempre el compromiso de no olvidarme de nada como un reservorio de la memoria, un reservorio de hasta el último detalle que le podía servir a un familiar, a alguien. Y para decirlo en la Justicia, todas las veces que fui a declarar. Por eso escribí este libro. Y, bueno, ahora ya está todo dicho, está escrito, tanto en la Justicia como en un texto. Ya no tengo más para decir que no haya dicho y siento que ahora puedo empezar a olvidarme de algo -dice.

La Noche de los Lápices

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La noche del 16 al 17 de septiembre de 1976 la vida de Emilce Moler, estudiante de quinto año de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata, de 17 años, cambiaría para siempre. Lo primero que escuchó fueron los golpes, brutales, en la puerta de su casa, que desatarían una pesadilla que duraría tres años.

Por esos días de septiembre, en una ciudad que se había transformado en un coto de caza para los grupos de tareas de “Circuito Camps”, la dictadura secuestró a diez estudiantes de colegios secundarios de ciudad, militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y de la Juventud Guevarista, en un hecho que quedó escrito con sangre en la historia argentina reciente como “La noche de los lápices”. Por la noche del 16, cuando perpetraron la mayoría de los secuestros.

De los diez secuestrados, María Claudia Falcone, María Clara Ciochini, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, Daniel Racero y Francisco Muntaner continúan desaparecidos, mientras que Emilce Moler, Pablo Díaz, Gustavo Calotti y Patricia Miranda fueron finalmente “blanqueados” y quedaron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, como la dictadura catalogaba a los presos políticos sin proceso.

El relato posterior sostiene que fueron secuestrados porque participaban de la lucha por la creación de un boleto estudiantil en la ciudad de La Plata -esas movilizaciones se habían realizado un año antes, en 1975, durante el gobierno de Isabel Perón– pero en realidad estaban “marcados” por la dictadura como “delincuentes subversivos” por sus militancias políticas, que eran muy activas. Tenían entre 16 y 18 años.

A Emilce la llevaron al Centro Clandestino de Detención conocido como el Pozo de Arana, donde se encontró con los otros estudiantes secuestrados. Después fue trasladada al Pozo de Quilmes y a otro Centro Clandestino en Valentín Alsina. En los tres lugares sufrió torturas de todo tipo. En diciembre los carceleros le dijeron que estaba a disposición del Poder Ejecutivo y en enero la llevaron a la cárcel de Devoto, donde estuvo hasta el 20 de abril de 1978 – el día del cumpleaños de su madre-, cuando salió bajo el régimen de “libertad vigilada”.

45 años después, un libro

Cuarenta y cinco años después de su secuestro, con una licenciatura en Matemáticas, un máster en Epistemología y un doctorado en Bioingeniería, Emilce Moler se sigue considerando una militante. Una militancia por la Memoria, la Verdad y la Justicia que lleva adelante con actividades por los Derechos Humanos, charlas con jóvenes y declaraciones judiciales. Y que prolonga con un libro escrito este año, “La larga noche de los lápices – Relatos de una sobreviviente”.

-¿Por qué este libro, más de cuatro décadas después? – le pregunta el cronista.

-Cuando me hacen preguntas por momentos siento que repito las cosas, por eso quise escribir, para no sentir que repetía sino para darle a esta historia todos los matices que tiene. Por otro lado, a veces me hacen determinadas preguntas, o tenemos cachetazos de la realidad que digo: tenemos que seguir explicando todo de nuevo.

-¿Qué cachetazos, por ejemplo?

-Me parece que muchas cosas de la realidad nos muestran cuánto nos falta de seguir hablando y contando. Me parece que es un ciclo que no termina. Cuando hay intentos de olvido, cuando se usan mal la palabra libertad, cuando hay una desaparición como la de Santiago Maldonado y no salió el pueblo como tuvo que salir, cuando hay atisbos de negacionismo, cuando hay indiferencias. Todos los días de nuestra realidad nos indican que es demasiado todavía lo que falta, a pesar de todo lo que se hizo, que es muchísimo.

Un puente que falta

En el balance positivo de los que se hizo, Emilce Moler destaca a una sociedad argentina que rechaza las dictaduras, las torturas y la apropiación de los nietos.

-Estos tres hitos, como una síntesis, no son menores, porque no todos los países los han logrado. A eso hay que agregarle, como cuarto paso fundamental, que estamos logrando con dificultades todavía, el juicio a los genocidas. Me parece que durante todos estos años pusimos mucha energía en eso, que es importantísimo, pero también, como una cuestión paradójica, estas cuestiones se cristalizaron mucho y hoy parece haber como un punto ciego que no nos permite traer ese pasado a este presente. No se pudo construir bien ese puente.

-¿Un puente entre qué puntos?

-Se ve en cosas chiquitas, de todos los días. La dictadura quedó cristalizada en el terrorismo de Estado, en las desapariciones y las torturas, pero se pierden de vista los intereses económicos y los temas políticos que estaban en juego, el modelo económico que se trataba de plasmar con la dictadura, cuando en realidad fue producto de una disputa económica y de intereses que hoy sigue existiendo.

-Se perdió la relación entre una y otra cosa…

-Cuando en el macrismo se consolidó la deuda externa no se hacía la relación... A veces se decía, volvimos a los ‘90. Y no, volvimos al 76, porque esa fue la política económica de Martínez de Hoz.

-¿Por qué creés que se ve una cosa y no la otra?

-Al salir de la dictadura costó que nos creyeran y eso fue muy fuerte. Tuvimos que hacer hincapié en cosas que hoy parecen imposibles como tener que decir, por ejemplo, que está mal que te tortures, que te violen, y creo que quedamos un poco entrampados en eso. Si bien cada uno de nosotros también habló de los conflictos políticos y económicos que llevaron a la dictadura, bueno, parece que no todas las cosas que uno quiere decir, que dicen, son las que van quedando como sedimento en las memorias sociales y colectivas. Eso nos sigue faltando, en transmitir bien por qué militábamos.

-¿Dónde ves esa desconexión en parte de la sociedad?

-En la falta de sensibilidad social. Porque tenemos una sociedad que en gran parte reivindica las luchas de los desaparecidos o de las Madres, pero cuando hay un piquete lo denosta. Lo veo a veces en las escuelas, cuando me invitan a hablar, y veo que hay carteles con las Madres, están pintados los pañuelos y las siluetas de los desaparecidos, pero cuando planteo el tema de que hay que incluir a los pibes por la AUH aparece enseguida el rechazo. Entonces digo, bueno, ahí es donde tenemos un tema pendiente en la transmisión de la Memoria.

La Memoria viva

En la introducción de “La larga noche de los lápices”, Moler escribe: “(…) sentí la necesidad de dejar en palabras escritas cosas que nunca había podido decir: esas que quizás no sirven para una entrevista breve ni para 140 o 280 caracteres; esas que tenía guardadas y que fueron mi andamiaje, mi sostén, mis sombras, mis grises, mis miedos y mis pequeños actos heroicos. Reflexiones profundas, viscerales, que no siempre se pueden decir de un tirón ante un micrófono o ante un auditorio y que permiten entender quién soy”.

-¿Qué era lo que faltaba?

-En las entrevistas, en las notas periodísticas me di cuenta de que era cada vez más cortito todo. Ahora me mandan un whatsapp: “Señora, ¿me puede contar qué le pasó en la dictadura?”. O “¿Qué le pasó?, ¿qué siente?”. Y cómo explicás todo eso en tan poquito, en una respuesta de entrevista o en un whatsapp. Sentía que cada vez más iba contando más corto, simplificando, me iba automatizando al contarlo y dije: no quiero eso, quiero poder tomar un texto y emocionarme cuando lo estoy escribiendo o que otro se emocione cuando lo lee... O que se ría, porque también tiene mucho de eso, porque la vida nuestra era así, también tenía risas, risas de adolescentes.

El espejo de los hijos

Emilce Moler tiene tres hijos: Mariana, nacida en 1983; Pilar, de 1986; y Joaquín, nacido en 1990. También tiene nietos.

-Cuando tus hijos fueron creciendo y llegaron a la edad que tenías vos cuando te secuestraron, ¿te hicieron resignificar tu propia experiencia?

-Totalmente. Tomé conciencia de la magnitud del hecho. Con ellos, cuando eras chicos, yo usaba el típico “yo a tu edad hacía esto o lo otro”, pero cuando la mayor llegó a los 17 y estaba con todos los preparativos de una egresada de secundario, me cayó todo el peso de que yo a esa edad estaba secuestrada, o después en Devoto. Fue tremendo. Porque a la misma edad que tenía mi hija yo estaba frente a un tipo grandote, enorme, que me interrogaba y me golpeaba. Y encima yo eran tan chiquita, no solamente de edad sino que era físicamente mínima. Ver a mis hijos a esa edad fue también un quiebre para mí, y me empezó a pasar frente a otros chicos también.

-¿Cómo?

-Me empezó a pasar a los cuarenta y largos. Cuado estaba en los actos o iba a dar una charla a un colegio veía a algún pibito que me hacía acordar a un compañero desaparecido. También me empezó a pasar cuando veía a los pibes que empezaban a militar e iban, por ejemplo, con una bandera de la UES… Fue muy fuerte. Me empecé a quebrar emocionalmente. Demuestra que estoy más vieja y me sensibilizo, pero fue cuando tomé conciencia de las edades de ellos.

-¿Qué le dirías a un chico de 16 ó 17 años si le dieras tu libro?

-Más que decir, lo que me ha pasado es recibir unas devoluciones impresionantes, porque se sienten identificados con lo que yo cuento. Porque en el libro están mis vergüenzas, mis inseguridades, mis miedos. Lo que cuento me pone lejos de ser una heroína. Cuento la vida de una piba militantes de 16 años, como cualquiera de hoy, pero en un contexto muy diferente. Cuento mucho de la Escuela de Bellas Artes, lo que fue transitar esos pasillos con el olor de los óleos y los pinceles, con las banderas de las agrupaciones estudiantiles, y los chicos se emocionan y me dicen, por ejemplo: “Me veía yo caminando”. Y eso hace que se sientan interpelados por la historia, se ven a ellos mismos en un contexto que, básicamente, no se pueden imaginar.

-Lejos del arquetipo del militante heroico…

-Claro, eso es lo que yo trato de mostrar, que éramos pibes como ellos que estaban frente a una realidad distinta, la de los años ‘70. Y que nosotros no éramos maravillosos, ni mejores que ellos. Porque si nos ven heroicos y maravillosos – y esto, por supuesto, sin que desmerezca a ninguno de nuestros compañeros de entonces y menos aún a los desaparecidos, que no me lo permitiría nunca -, qué les queda a ellos. Les cuento que fuimos lo que pudimos y fuimos producto de una época…

-Y que hoy…

-Y que hoy todos pueden hacer algo por los demás, que pueden ser militantes aquí y ahora, con su realidad. Porque si se quedan esperando grandes situaciones o cuestiones heroicas, sonaron. Eso no va a venir y resulta paralizante; en lugar de invitar a la participación, desmoviliza. Y la militancia es una cosa hermosa.