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San Juan 8 > A un click > morir

Estaba por morir en una cámara de gas, Mengele la vio bailar y cambió su destino

Sobreviviente de Auschwitz, psicóloga y autora best seller, convirtió la danza que la salvó en lección: del trauma al sentido, del horror a la resiliencia.

Edith Eger sigue siendo, incluso a la distancia de las décadas, una figura que obliga a detenerse. Nacida en 1927 en la Hungría de entreguerras, su infancia estuvo marcada por la música y el movimiento: hermanas violinista y pianista, ella estudió ballet y soñó con la gimnasia olímpica. La vida, sin embargo, tenía otros planes.

En 1944 fue deportada con su familia a Auschwitz. Tenía 16 años. Allí, ante la muerte cotidiana, su destino cambió por una noche: un médico de las SS la obligó a bailar. Mientras sonaban valses y pasajes de Tchaikovsky, ella cerró los ojos y se vio en el escenario de la Ópera de Budapest. Bailó, convencida de que estaba convocada a brillar, y esa entrega —esa ilusión transformada en acto— le dio un trozo de pan y, sobre todo, un respiro más de vida.

El resto del relato es la caminata por el límite humano: otros campos, una marcha de la muerte, el descenso a un cuerpo que quedó casi sin peso y sin aliento. Cuando los liberadores pasaron por Gunskirchen, la encontraron entre cadáveres: pesaba 32 kilos. Un soldado notó un movimiento, cuidó su mano y la rescató. Edith vivió.

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Convertir la supervivencia en sentido fue su decisión posterior. Emigró a Estados Unidos, estudió Psicología, se doctoró y se especializó en estrés postraumático. No habló de Auschwitz por décadas; el dolor lo llevó en silencio hasta que, empujada por colegas y por la necesidad de ofrecer una voz femenina entre los relatos de supervivencia, volcó su historia en La bailarina de Auschwitz. Publicado ya con más de tres millones de ejemplares vendidos, el libro no es solo memoria: es enseñanza.

Sus referentes y alianzas intelectuales fueron determinantes. Un académico la impulsó a escribir; Viktor Frankl, cuyo libro El hombre en busca de sentido marcó a generaciones, fue mentor y amigo. Más tarde, su relación con Frankl y su formación clínica la empujaron a unir memoria con práctica terapéutica: enseñar a otros a habitar el sufrimiento sin quedar prisioneros de él.

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Eger no reivindica el olvido ni el perdón ingenuo: insiste en que el trauma no se borra, pero se puede transformar en plataforma de acción. Su lema, repetido en entrevistas y en sus obras posteriores —como The Gift: 12 Lessons to Save Your Life—, cuestiona la identidad victimaria: “Fui victimizada, pero no soy víctima. Es lo que me hicieron, no quién soy”. Sus lecciones son prácticas: llorar, nombrar, soltar, encontrar recursos interiores y elegir, siempre, una manera de seguir.

A lo largo de su vida convirtió la palabra en herramienta: escribió no para revivir el horror sino para ofrecer herramientas a quienes cargan prisiones mentales —veteranos, víctimas de violencia, personas con pérdidas— y para subrayar que la libertad última es la decisión interior. Incluso adaptó su historia a un formato juvenil para que las nuevas generaciones entiendan que, aun en los episodios más oscuras, "siempre es posible encontrar esperanza".

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Su trayectoria gráfica —de la bailarina adolescente al rostro de la resiliencia— muestra cómo una experiencia límite puede devenir en enseñanza. No es un llamado al olvido sino a la transformación: aprender a convivir con lo ocurrido sin que eso defina la totalidad del presente. En sus palabras, el riesgo de quedarse estancado en la victimización es perder la posibilidad de crecer.

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Edith Eger dejó como legado no solo su memoria, sino un manual práctico para quien desea reapropiarse del propio destino. Insistió en que no espera que nadie la salve: “La respuesta está dentro de nosotros”. Esa es su apuesta final: que la danza —esa que la salvó en Auschwitz— sea metáfora de la elección cotidiana por seguir viviendo con sentido.