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Se cumplen12 años de la muerte de Fernando Peña

En este nuevo aniversario, vamos a recordarlo a su estilo con una anécdota que confirmó que todas sus historias fueron ciertas.

“Doce años sin Peña” suena a título de revista pedorra, lacrimógeno o a película de Brad Pitt. Vamos a celebrarlo, entonces, como cada vez en esta fecha, de acuerdo al artículo-uno-inciso-uno del testamento que nos gritó Fernando: con alegría, carajo, mierda.

Alguna vez revelé el secreto de la vida que él mismo me había revelado. Hoy elijo recordar otra gran revelación. Empecemos.

Un día de Peña duraba 24 horas, a veces 48 y otras veces un poco más. Un día al lado de Peña era subirte a su montaña rusa. Yo lo hacía de vez en cuando y con cinturón de seguridad, simplemente para acompañarlo cuando me insinuaba sin decir que lo acompañara. Diego Scott siempre repetía que todo lo que él pensaba que Fernando inventaba era cierto y todo lo que él creía cierto sobre Fernando era cuento. Yo solo me reía. A lo largo de los diez años de momentos compartidos escuché de todo. Desde lo más increíble hasta lo más lógico. Y todo, en cierta forma, estaba al fin y al cabo contenido dentro de ese universo multicolor de pasiones, pasiones del tipo Cristo, y pasiones literales, las que abraza cualquier hombre corriente.

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No quiero desviarme. Vamos al punto o al puto. Cuando Peña se murió, ahí mismo, a metros de su habitación de hospital, se gestó el funeral con honores en la Legislatura porteña. Entre la Negra, Sara y Diego, creo, movieron hilos para que Fernando tuviese una celebración de paso a la eternidad a la altura de su gesta artística sin par. Recuerdo que junto con los chicos de El Parquímetro viajamos en el Subte D, un poco en shock, muy emocionados, aún sin entender la orfandad artística y espiritual que nacía y el nuevo camino que debíamos transitar. Y durante ese viaje comenzaron a caer, como hojas de los árboles, anécdotas, personas, leyendas, desde las más razonables, aún siendo incomprobables, hasta las más insólitas, rayanas con lo inverosímil, muy Peña. Habíamos condensado entre Congreso de Tucumán y Catedral una fábula completa.

La primera piña al mentón que me despertó de esa ensoñación fue la multitud en fila esperando por un instante para despedir a Fernando. Nosotros teníamos determinada comprensión de la cantidad de oyentes que lo escuchaban y yo lo había palpado haciendo mi bolo en Esquizopeña, a teatro lleno. Pero esto lo trascendía. Era la tribu despidiendo al Chamán, entre lágrimas. Nada de risas. Crucé la marea asombrado, entre palmadas, palabras de aliento, miradas y súplicas hasta llegar al ring, donde el cuerpo robusto de mi amigo (perdón, Fernando, no perdiste peso ni con un cáncer) estaba siendo velado. Me generó alivio, en cierta forma, verlo en paz, aunque esa paz no incluyera el combo latidos. Porque lo había visto sufrir al cáncer en las sesiones de quimio, lo había visto de color verde, balbuceando, antes de morirse y ya no quería verlo así.

Con esa paz relativa, me escondí dentro de mí en un rincón para llorar un ratito. Y fue en ese instante cuando nació, desde el perímetro de la muerte, la gran revelación. Como en la película El Gran Pez, uno detrás del otro, llegaban hasta el pie del féretro todos los personajes que Peña nos había nombrado al menos una vez. Brujos danzando alrededor del cuerpo, cantando vaya uno a saber qué mantra, amigos del cielo, de tantos vuelos, músicos que entonaban canciones en vez de dejarle flores, mujeres extrañas que exclamaban rezos y lo exorcizaban, actores famosos, actores desconocidos, azafatas, pibes chorros, travestis, mexicanos, peluqueros putos, putos lindos, políticos corruptos, punteros, vendedores de merca, merca, taxistas viejos, periodistas deportivos, exparejas, amores perdidos. Y el sueño ya no era sueño. La fábula estaba ahí, latiendo, delante de mí, al lado del cuerpo aún robusto de mi amigo. Todo lo que Fernando me había contado alguna vez, en aquellos días de 48 horas, era tan real que hasta lo podía tocar. Peña no nos había mentido.

Me pareció importante, en este décimo segundo año sin Fernando, cuando los recuerdos se empiezan a fundir con los sueños, que recordaran esta revelación. La GRAN revelación. Sé que para ustedes esto es muy importante. Todo lo que escucharon gracias a la magia de la radio, al menos una vez, de magia solo tenía la impronta del gran artista. Todo lo que escucharon, estimados, sucedió, y fue tan real como Fernando Peña. Empiecen a rememorar, empiecen a buscar. Todos estos personajes pueden estar ahí, aún están vivos. Revisen ahora detrás de ustedes. Abran otra vez esa puerta.